En México, el 30 de abril se celebra el Día de la Infancia. De forma más común, se suele referir a esta fecha como «Día del Niño». Esta denominación presenta dos problemas: por un lado, produce una sensación de que al hablar de «el Niño» se puede extrapolar una serie de conceptos ideales y más o menos universales sobre la experiencia de la infancia; por otro lado, no pasa desapercibido que «Niño» es un término marcado por el género gramatical, pero también por el género,
Aquí, de una manera libre, por género me refiero a esa serie de referentes, parámetros y estereotipos que definen la manera en que hemos de conducirnos, relacionarnos y presentarnos socialmente a través de nuestra conducta, aspiraciones, sueños. De forma muy relevante, el género delimita la manera en que no es aceptable que nos comportemos y nos presentemos, y delimita también lo que es permisible y lo que no, acorde al sexo que nos es impuesto a todas las personas al nacer o incluso antes, desde el imaginario colectivo y discursos y prácticas que regulan el sexo (desde la ley, la medicina, incluso el sentido común y las «buenas costumbres»).
Podríamos proponer, con toda legitimidad, «día del niñx». Desde este espacio, prefiero decir día de la infancia, porque como tantas cosas, ser infante es, más que una ontología estática, un proceso, acaso el devenir más perceptible y veloz de nuestras vidas. La infancia es parte de la vida de cada persona, y no queda claro que, más allá de los límites legales que determinan el acceso al ejercicio de los derechos (y al cumplimiento de responsabilidades), haya un momento preciso y homogéneo que marque el término de la infancia. Además, ¿qué entendemos por infancia? En una conferencia, Susana Sosenski, una investigadora que aborda los estudios de la infancia, planteaba el rasgo histórico de la comprensión occidental de la infancia. ¿Qué infancias son válidas? ¿Cuáles infancias podemos reconocer como tales? Somos proclives a actuar en torno a la infancia como un momento de especial vulnerabilidad, lo cual es cierto en muchos sentidos. Hay niñxs que pueden desenvolverse con soltura en un mundo de adultos, construido por adultos y orientado a los adultos (y también habría que ver a cuáles adultos sí y a cuáles no); pero más allá de la madurez o precocidad con que califiquemos a ciertxs niñxs, el consenso social es que la infancia supone indefensión o inmadurez, asociada al desarrollo físico pero también de habilidades para afrontar la vida de manera autónoma y responsable.

Solemos reconocer que, como sociedad, incluso como Estados, existe una obligación hacia las infancias, a fin de asegurar un desarrollo pleno de su personalidad durante su desarrollo corporal e intelectual. En cierta medida, también podríamos reconocer una obligación hacia la maduración emocional. De hecho, esta maduración parecería un poco soslayada en las declaraciones internacionales sobre los derechos de la infancia, pero habría que retomar su importancia, porque esa capacidad que tenemos todas las personas de encarar o afrontar los desafíos de una vida social (que es la vida que la mayoría de las personas conoceremos, quizás la única desde donde tiene sentido hablar de «vida», aún si reconocemos alguna forma de vida interior, o matizamos la vida desde ámbitos más o menos discretos, como «la vida familiar», «la vida escolar», etc.) es lo que detona la tormenta de emociones y temores de madres y padres de infantes intersex, y especialmente, lo que justifica el argumento de «actuar en el interés superior de la infancia», cuando se habla de la «emergencia social» que es la intersexualidad para los médicos, más allá de las (escasas) justificaciones de salud para alterar las características sexuales atípicas.
Esta publicación no pretende resolver todas esas angustias. A menudo, desde las luchas y movimientos basados en identidades (y de forma más específica, las identidades sexuales o asociadas a la identidad de género, aún si la intersexualidad no es ninguna de ellas), perdemos de vista que la experiencia intersex es eminentemente relacional, es decir, no se produce espontáneamente desde las diferencias corporales referidas al sexo (según la época, el lugar y los discursos que produzcan una inteligibilidad del sexo); la intersexualidad se produce en la mirada sobre un cuerpo que es segregado de un marco de comprensión del sexo, y en la serie de vivencias que se desencadenan en la necesidad de «normalizar» los cuerpos, esto es, situarlos dentro de nuestra comprensión de lo que es un cuerpo humano. Un cuerpo intersex puede ser humano, solo si es cortado y cosido para que su apariencia no delate la construcción social de la diferencia sexual, desde un entendimiento dimórfico de los cuerpos sexuados. ¿Qué pasaría si socialmente no fueran tan importantes los genitales o el aparato reproductor o los elementos anatómicos englobados bajo el término «caracteres sexuales secundarios»? Probablemente la intersexualidad no sería vista como una anomalía, aún si su frecuencia es baja. Seguramente, los rasgos anatómicos referidos al sexo serían comprendidos como un espectro de variabilidad. Ser hombre o ser mujer (suponiendo que esas categorías siguieran teniendo sentido, socialmente) no estaría en función de asegurar una apariencia genital o de eliminar la duda sobre lo que es (in)correcto para el cuerpo de una niña o de un niño.
Lo cual nos regresa al tema central: se da por sentado que una niña o un niño normales va a crecer normalmente. Se consideran las diferencias como amenazantes, a menos que socialmente se les tenga valorizadas de manera positiva. Por ejemplo, en algún tiempo, el color rojo del pelo pudo haber sido visto como un estigma. Hoy, sería visto como algo atractivo. No que necesariamente este cambio de valores sea una mejora intrínseca, pero sí da cuenta de cómo la diferencia en la apariencia corporal representa ventajas o desafíos, de forma dinámica. Cuando se trata de la crianza de infantes, los desafíos preceden en una escala de inquietud, preocupación o ansiedad para madres y padres que tienen la responsabilidad (incluso más en lo afectivo que en lo legal) de procurar los cuidados que estén a su alcance para darles una vida con la menor cantidad de desafíos posibles. Un cuerpo con variaciones de las características sexuales, que es identificado y diagnosticado como tal por la institución médica y sus actores, es interpretado como un cuerpo anómalo, y aunque su salud no esté en riesgo (al menos, no en riesgo inmediato, ciertamente no por la forma de sus genitales y demás anatomía referida al sexo), representa un riesgo para el bienestar futuro de esa criatura, un bienestar que es proyectado desde el entendimiento colectivo (el «sentido común», por ejemplo) de lo que debe ser bueno y deseable. La ambigüedad del sexo acarrea una ambigüedad social, y al tratarse de un campo saturado de significados y estigmas (aquello que se vive desde los genitales y desde el sexo, determinado por género y norma heterosexual), la ambigüedad del sexo es una promesa de una vida llena de discriminación y sufrimiento, porque socialmente eso es a lo que condenamos a quienes transgreden el género y la heterosexualidad.
No tiene por qué ser así. Pero socialmente, e individualmente, creemos que esto es algo que ya ha sido superado, que ya somos más tolerantes, que todos los derechos han sido ganados. La experiencia de la intersexualidad hace visible que esto es una gran mentira, porque los genitales y las características sexuales atípicas siguen siendo fuente de inquietud, siguen siendo tipificadas como anómalas, siguen siendo patologizadas.
Reconocer que la intersexualidad es un tema de infancias, en este Día de la Infancia, nos hará reconocer la violencia estructural que se construye en la vida de cada unx de nosotrxs, desde los primeros momentos de nuestra vida, en el interés superior de la sociedad. Somos los chivos expiatorios del sexo. La delimitación «científica» del sexo es, en realidad, una hecatombe que exige la desaparición de tejido sano y sensible en aras de producir un sexo natural (o, mejor dicho, de producir la indiscutible sensación de naturalidad que le atribuimos al sexo). Una sociedad que celebre las diferencias no es el destino final, no es la utopía, porque la utopía es, en realidad, el esfuerzo que hacemos por alcanzar un horizonte que crea mundos. Pero es necesaria. Es necesario aprender a celebrar las diferencias y a respetar los cuerpos que hoy llamamos intersexuales (o con variaciones de las características sexuales, o incluso bajo el eufemismo de «desarrollo sexual diferente», que en Norte global es usado para enmascarar el carácter peyorativo que conlleva el término «anomalía» al referirse a la diferenciación sexual), para poder imaginar mundos donde la normalidad no sea más que un término matemático: las matemáticas son intangibles, los seres humanos sangramos.
Todas las infancias, todos los derechos.
