«Sí sabes lo que quieres decir. Pero a veces, cuesta mucho decirlo.»
¿Por qué nos detenemos de decir lo que deseamos? ¿Por qué ponemos bordes a nuestro deseo? ¿Por qué dejamos que una vieja sutura, que nos bordaron en la carne, gobierne toda-vía? ¿Por qué confiamos tanto a la romantización de una mirada que, sin lágrimas, implora? ¿Por qué nos dejamos a la fe de un intersticio en las palabras, de una intención no enunciada por temor al rechazo? ¿Por qué esperamos que aquella otra persona —en quien se proyecta el anhelo de un contacto desde un amor que sacie una cierta sed para la que todo tipo de fuentes han sido probadas, infructuosamente— entienda el lenguaje de los silencios?
Todas las personas llevamos tanto bagaje a cuestas, que para que el deseo pueda desbordarse, tenemos que aprender a des-bordarnos: descosernos las fronteras del reino de la heterosexualidad, incluso si el deseo es heterosexual. No es el tipo de deseo lo que se presenta como problemático, sino las reglas que se precisan para su desbordamiento en el cuerpo.
Esta criatura que escribe, esta niña que deviene en Hana, bulle en los contornos físicos que acusan temporalidades y posibilidades.
No somos la persona que en una instantánea es capturada. No somos el rostro de una selfie. No somos ni siquiera esa cadena de bytes que producen la ilusión de movimiento y de sonido. Pascal Quignard lo dijo: somos la acción que aún no sucede. Somos lo que estamos sucediendo. El deseo en desborde, el des-borde que acontece en el cuerpo. Sí, hay una imagen que nos falta, pero nosotrxs no somos frescos ni somos lienzos, somos devenir, somos materia en constante muerte y renovación, somos el rizoma, somos algo que se expande y se enrosca y se enraíza y se alcanza y se toca y se suspira.
No es solo la imagen, no es solo la acción. Hay palabras que nos faltan.
No hay diccionario que traduzca las palabras que se ahogan en cada suspiro dirigido a ti.
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(También la Tierra se des-borda para poder desbordarse)
Otra paradoja producida por quienes «corrigen» la intersexualidad —aunque ya no la nombren así, porque los temerosos y pudorosos padres no toleran que se «sexualice» a sus bebés marcados por el estigma de la ambigüedad que reside en sus miradas, y no toleran que una honorable enfermedad como la hiperplasia suprarrenal congénita sea pensada como la imagen latente de otra imagen que falta, la de un deseo no heterosexual, o la de devenires desde lo trans—, otra paradoja que dejaron en mi cuerpo, emparentada con aquella de la doctrina que iguala sexo con apariencia y función genital y reproductiva, es la siguiente: lo único en mi cuerpo que no es sexual es, justamente, lo genital y lo reproductivo.
Paul B. Preciado tuvo que teorizar lo que una persona que ha sido intersexuada ya sabía; el corolario a la frase de Simone de Beauvoir sería: «no se nace intersexual: se llega a serlo»; pues a unx le intersexúan el cuerpo, y para des-bordárselo, para que otrxs no sean marcados por ese rasgo intersexuado, vaya, para que un faloclítoris no sea igualado a intersexualidad sino que sea solo eso, un faloclítoris de una mujer o de un hombre, o mejor, de una máscara vacía, que eso es persona, unx tiene que devenir intersexual, para denunciar la injusticia y la violencia médica, para dar visibilidad a la experiencia que acompaña a la intervención quirúrgica, para dar cuenta de que, por mucho que ciertas feministas renieguen de ello, el género sigue siendo una categoría viva y muy útil para el análisis, en este caso, de cómo la producción de la intersexualidad es el requisito indispensable para que la sociedad pueda vivir cómodamente su fantasía del sexo dimórfico y de los esencialismos biológicos. Somos el precio que la sociedad paga para sostener sus construcciones de varón y mujer, de hembra y macho. El cinismo —endosex, cisgénero, heterosexual— ante la deliberada ignorancia del silencio de una niña cuya mirada implora algo similar a un grito, «¡NO!», ese es el crimen por el que habremos de enjuiciarles.
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¿A qué viene todo esto?
¡A qué no iba a venir! Viene a todo. Acontece a todo.
Un cuerpo que solo ha aprendido a temer el contacto íntimo, porque en la intimidad corporal solo tiene el registro de los pellizcos que jalonean y lastiman, de los escalpelos que hienden y hieren, de los ojos que horadan sobre la piel rosada, tumbada no en un lecho de afectos que inviten, sino en un gabinete de económicas mamparas caqui que separan los pasillos interiores de los consultorios de la consulta externa del Centro Médico La Raza una mañana de viernes, de octubre del año 92. Porque esa fecha no es historia antigua, sino que es un registro vivo en la carne. Pero aún así, hay intentos, hay esfuerzos. El deseo ha logrado desbordarse, pero no descoserse. El mundo de los placeres sexuales es menos accesible cuando lo único que existe es el referente del propósito para el que se produjeron los genitales de un cuerpo que tenía una trayectoria propia, un potencial propio, una serie de imágenes que faltaban por sucederse una tras otra, pero que fueron despedazadas a punta de incisiones, de cortes. ¿Que escribo de manera inaccesible? Trata de acceder a los registros incoherentes de una persona que ha tratado de darle sentido a su ser en el mundo, a pesar de que otros registros, los que hicieron aquellas honorables batas blancas que le hicieron todo aquello al cuerpo, fueron también destruidos. Trata de llamarme «inaccesible», trata de apelar a una gramática más comprensible y comprensiva, pero no me pidas que conceda, comprensiva, la generosidad de lo que está codificado en clave de temores, de miedos a ser tocada a pesar del deseo de contacto.
El deseo es tan recurrente en mis pensamientos más recientes, y así como recurre en mi carne, la recorre también.