El deseo (a)negado

El deseo. ¿Qué haríamos en esta vida sin el deseo? ¿Qué propósito tendrían nuestras existencias sin esa fuerza vital que nos motiva a hacer las cosas?

No alegaré que la mía es representativa de las experiencias de las personas intersexuales. ¿Cómo se manifiesta el deseo en cada quién? Esa es una pregunta cuyos ensayos de respuesta sugieren lo que se antoja evidente: el deseo nos conduce por senderos muy subjetivos, y a menudo insospechados.

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El deseo del que hablo es la fuerza vital, ya lo he dicho, que motiva a la gente a hacer las cosas, más allá de los deberes, más allá de las necesidades. El deseo es lo que hace que valga la pena vivir. Puede manifestarse en el deseo de realización, propio, de alguien más, colectivo; puede ser el deseo de hacer justicia; puede ser, naturalmente, el deseo de un encuentro, de un descubrimiento. Saber, experimentar, sentir, compartir. El deseo nos lleva a hacer las cosas que disfrutamos de nuestra existencia, y se materializa en la carne, no es una esencia inmanente, no es etéreo, es totalmente tangible, se siente y es comprobable empíricamente en distintas partes del cuerpo.

Para mí, quizás está de más decirlo, uno de mis mayores placeres es la escritura, especialmente cuando el cuerpo, anegado de afectos, hace danzar mis dedos sobre el teclado, o atiborrar de garabatos a veces incomprensibles sobre el papel, deslizándose mi manos sobre su superficie como los amantes que se buscan con urgencia. El deseo que aquí sublimo, en mi caso, se entreteje con un deseo sexual. No tengo inconveniente en admitirlo; no soy una criatura antiséptica, como aquella niña que aprendió a ser paciente de hospital y a desvincularse de su cuerpo y de sus deseos a medida que fue creciendo. Es un tanto irónico: se nos interviene quirúrgicamente para poder fungir con un papel sexual, para reproducir una práctica heteronormativa basada en un tipo de acto sexual específico, pero lo que se requiere para producir esa heterosexualidad bien puede ser el motivo por el cual nunca se ejerza, incluso si es deseada. Suzanne Kessler lo puso de relieve en Lessons from the Intersexed: los requisitos para una vagina en una persona intersexual se reducen a que sea capaz de recibir un pene. Más allá de la pregunta que salta a la vista (¿por qué damos por descontado que una persona va a desear ser heterosexual? La pregunta parece ser tonta, pero la premisa de la que parte la respuesta que se antoja evidente es altamente cuestionable), me interesa mencionar que, en mi caso, esa intervención produjo un estado de extrañamiento, una disociación con mi cuerpo, una disforia que tiene poco que ver con mi identidad de género, y casi todo que ver con la imposición del género (dos cosas muy distintas entre sí; hablo de género no como una vivencia subjetiva, sino como un condicionamiento social del papel a jugar en el mundo a partir de la percepción del cuerpo sexuado). Tiene que ver, con mayor precisión, con los procesos que llevan a dicha imposición, porque se me podría decir con toda justicia que el género se nos impone a todas las personas al momento de nacer, en ese rito de paso conocido como asignación de sexo. Pero precisamente porque estamos hablando de intersexualidad, es que tal imposición se da en otros términos y mediante tecnologías diferentes (en este caso, tecnologías médicas que se han sofisticado durante la Era de Money, desde 1955 y hasta el presente; como Iain Morland ha escrito*, no vivimos en una época post-Money, como se nos hace creer a partir de la declaración de consenso de Chicago de 2006, o su actualización de 2016. Sus protocolos perviven, porque el marco social no ha variado tanto como nos inclinaríamos a creer, en este mundo del matrimonio igualitario y del derecho a la identidad de género).

¿Cómo se interviene el deseo? Horrenda perversión la que evoca esta pregunta. Y, sin duda, ese sería el proyecto perfecto, la «solución final» de la intersexualidad, a los ojos de aquellos que recomiendan prácticas eugenésicas en fetos diagnosticados prenatalmente con condiciones genéticas y hormonales que habrían de derivarse en variaciones de las características sexuales. La intersexualidad, pues, ya no es un tema de ambigüedad percibida al nacer o durante la pubertad, sino también en el desarrollo fetal. Un bebé deseado, de pronto descartado por representar lo indeseado. El deseo que nos tiene viviendo, hoy, es el deseo que late, que palpita en la piel. Nos han intervenido los cuerpos, buscando intervenirnos así el deseo, pero no lo han logrado. En ocasiones, el deseo se ha vuelto algo salvaje, algo indomable. La heterosexualidad, como proyecto social encomendado a la medicina, falla en no pocas ocasiones: el estudio Intersex: Stories and Statistics from Australia, encontró que casi la mitad de las personas encuestadas expresan una orientación no heterosexual. El deseo se mueve más allá de las etiquetas simplistas con que se le quiere clasificar desde la mirada heternormativa. Lesbiana, homosexual, bisexual, pansexual, heteroflexible; la etiqueta puede significar algo dentro de la matriz heterosexual, pero fuera de ella, el deseo se manifiesta como un proyecto político de lo queer, aunque tampoco sea necesario nombrarlo así. A pesar de la cárcel a la que nos han tratado de someter permanentemente por no haber calzado en los criterios de la ilusión dimórfica, el deseo se fuga, y es línea de fuga de manifestaciones corporales y sublimaciones creativas y afectivas. Y en esa línea de fuga, la disforia se diluye y comienza un aprendizaje, una experiencia de lo que llamo «el retorno del exilio corporal», exilio que en mi caso lo produjo la manipulación, la mutilación, el cosido y la hormonación sin consentimiento mío al que me sometió la práctica médica occidental, en la megalópolis mexicana de la década de 1980.

Quizás esa es la única victoria que puedo celebrar, y es una que hago a costa de lo que me fue hecho en el cuerpo. El deseo negado está comenzando a tirar las fronteras de una heterosexualidad que nunca iba a ser, porque es un artificio que se pretende encarnar a través de la eliminación de los rastros de la ambigüedad percibida, a fin de preservar el orden coital de las relaciones sexuales, y del deseo sometido a un discurso de la reproducción biológica, controlado por normas sociales que se presentan como mandato moral o divino, pero que tienen una historicidad que derriba sus aspiraciones universalistas. El deseo del que hablo trasciende todo mandato, y aunque no le espera un ambiente propicio, tampoco es algo que pueda ser controlado una vez que se expresa. El deseo, entonces, anega cuerpo, anega lo creativo, y des-borda lo que quiso ser bordado a base de suturas quirúrgicas, des-borda las cicatrices. El deseo es el conducto por el cual volvemos, como diáspora humana, al territorio donde se encuentra nuestro hogar. En otras palabras, más allá del daño, de los clítoris mutilados, de los penes con hipospadias vueltos insensibles, de las vaginas artificiales, de las vulvas lastimadas, el deseo nos lleva a recuperar la totalidad del cuerpo y a explorar los recovecos de sexualidades variopintas, disímiles entre sí como disímiles son los cuerpos de las personas que hemos atravesado una experiencia intersexual.

Pero no soltemos las campanas al vuelo: volver del exilio también requiere un re-conocimiento del cuerpo-territorio. Son procesos de temporalidades tan subjetivas en la medida en que haya sido producida la desconfianza de los sentires y del ser-en-el-mundo por la intervención médica que, con ingenuidad, supuso que bastaba con normalizarnos el cuerpo y atiborrarnos de antidepresivos y psicolépticos para hacernos seres felices y adaptados. Volver al cuerpo, anegarse del deseo, re-conocerse, es uno de los actos de justicia que una puede hacerse por cuenta propia. No es sencillo, lo admito, pero tampoco es imposible.

*Agradezco a Mauro Cabral que atrajo mi atención a esta idea de Morland durante su ponencia en el Congreso Mundial de la WAS 2019, en Ciudad de México.

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