¿Escucharán?

Estoy aprendiendo a vivir más allá del miedo viviendo a través de él, y en el proceso aprendo a convertir la furia contra mis propias limitaciones en una energía más creativa […] Cuando me atrevo a ser poderosa, a usar mi fuerza al servicio de mi visión, entonces es menos importante si tengo o no miedo

Audre Lorde, «Los diarios del cáncer» (Trad. de Gabriela Adelstein)

Desde septiembre del año pasado, he estado involucrada en un proceso muy intenso de reflexión y análisis a partir de lecturas y debates muy ricos en el marco de una maestría en estudios de las mujeres. En el proceso, extrañamente, a veces me he encontrado imposibilitada de escribir. Digo «extrañamente», porque las tormentas de pensamientos que azotan mi mente y causan estragos en mi cuerpo y en mi a menudo frágil salud dejan tras de si una abundancia de ideas que contemplo pero que no cristalizo en algo más.

O eso he creído.

En los últimos días, he lidiado con un conflicto interior acerca del tono del discurso que manejo y del activismo en que este se traduce. Todo esto proviene de una experiencia relativamente reciente, un taller que impartimos en un centro hospitalario. Este fue uno de los actos más simbólicos para mi, en lo que ha sido una historia larga de tratar de darle sentido a mi relación con la institución médica. Y es que ha sido una relación desigual, casi una relación de subalterna, pues en un primer momento, desempeñé el papel de paciente, pero no una paciente en posesión de una agencia que me permitiera entablar un diálogo con los médicos, sino de una niña asustada y con prácticamente nula información acerca de los procedimientos a los que estaba siendo sometida. En realidad, he comenzado a pensar que esa relación es más parecida a una relación de abuso, donde los médicos no se tocaron el corazón ni les pasó por la cabeza que existiera la posibilidad de que yo no quisiera estar ahí, en ese espacio y sujeta a procedimientos dolorosos, a una manipulación quirúrgica equivalente a una mutilación genital, la cual habría, de paso, de condicionar mi orientación en el mundo, en el modo en que Sara Ahmed lo plantea en Fenomenología Queer; en la mutilación de mis genitales, eufemísticamente manejada como procedimientos de normalización genital, también se habría de mutilar la manera de crear vínculos con el mundo desde mi ser-en-el-cuerpo, de crear relaciones donde exponer el cuerpo no implicara un riesgo tan enorme de ser cortada y cosida, lastimada hasta el punto de la convalecencia. La ansiedad se convirtió en la gramática de mi cuerpo, y esto es algo que me enfurece. ¿En qué plano material creen honestamente los médicos que sus intervenciones sobre nuestros cuerpos —intervenciones gestionadas por los prejuicios sobre la apariencia genital y el desarrollo sexual en torno a una heterosexualidad obligatoria—, habrán de acontecer sin ninguna secuela de índole afectiva, psicológica, por no hablar ya de las horribles secuelas físicas que muchxs atraviesan a consecuencia de las veinte cirugías que sólo serían tres para «corregir ese «defectito», para no dejar rastro de gónadas intolerables o un clítoris con aspecto de pene en el cuerpo de una mujercita? ¿En qué plano siguen congratulándose y mintiéndose al decir que están haciéndonos un favor?

Y todavía tienen el descaro de insistir en el control de nuestros cuerpos, y de producir investigaciones orientadas exclusivamente a preguntarse en qué momento es mejor intervenir. Como si la intervención fuera la solución. Como si la destrucción de nuestra integridad física en aras de un ideal occidental, patriarcal y heteronormado de los cuerpos sexuados fuera el menor de todos los males, el sacrificio de los inocentes en favor del orden y del bienestar social. El 1.7%, por decir una cifra, que permite que el 98.3% restante pueda dormir en paz sabiendo que la línea entre hombres y mujeres está tan claramente dada por la naturaleza, que la verdad del sexo está en los genes o en los genitales, que todo lo demás son elucubraciones de fanáticos que no tienen ninguna consideración por esos pobres inadaptados, como Dewhurst y Gordon tan pintorescamente nos describieron, y como generaciones pasadas de médicos aprendieron a pensarnos.

Photo by Lisa Fotios on Pexels.com

¿Hay alguna esperanza real de que las nuevas generaciones de médicos mexicanos, esos que aprendieron de los pupilos de los pupilos de Wilkins, de Williams, de Barr, de Dewhurst, de Slijper, de todos esas encumbradísimas eminencias, hayan aprendido algo más? ¿Es posible que estén escuchándonos, que estén leyéndonos? ¿Es posible que entiendan el origen de esta voz de denuncia, esta voz casi panfletaria a la que recurro esta noche en que he preferido usar la palabra y no dejar que la ira y el dolor «se fosilicen en otro silencio más», como dijo Audre Lorde? Durante años los médicos han argumentado que las cirugías siguen siendo necesarias, «porque la sociedad no está preparada para que no se hagan», o «porque no hay evidencia suficiente para que dejemos de hacerlas». ¿De verdad van a seguir escondiéndose detrás de su privilegio, detrás de su posición de poder sobre las personas, detrás de la armadura que reviste la bata blanca, detrás del título de «doctor»? ¿De verdad van a seguir negando que la evidencia está en nuestras palabras llenas de dolor y de desesperación? ¿Que las visiones conjuradas por Dewhurst y Gordon no son producidas por nuestros genitales, sino por la sociedad y por la intervención que de nuestros cuerpos se hace? ¿Que el daño está siendo (re)producido por sus propias manos?

¿Es posible esperar que asuman plenamente su responsabilidad en la violencia que han causado en nuestras vidas? Porque sin esa conciencia, sin ese entendimiento, sin esa empatía para escuchar, no hay esperanza real de un diálogo donde podamos hablar como pares. Si siguen situándose como detentores de la verdad absoluta desde un pretendido cientificismo que solo funge como pretexto para reforzar su poder sobre las personas y sobre lo que es correcto y lo que no, en vez de lo que permite ser a la persona lo que está llamada a ser en cuanto a las posibilidades plenas de sus cuerpos y, por ende, de sus existencias, y no en función de un criterio sesgado de una moralidad judeocristiana que sesga la libertad de determinación, solo perpetuarán una injusticia que ya llevan perpetrando, al menos, desde 1955. Lo que pedimos, pues, es que escuchen. Que escuchen nuestras historias. Que dejen de pensar que toda diferencia en las características sexuales es una malformación o una anomalía. Que dejen de reproducir el estigma. Que sean agentes de cambio social, no guardianes de un orden moral, o peor aún, meros técnicos especialistas en el cuerpo.

¿Escucharán?

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