Basado en el testimonio leído en la capacitación a funcionarios públicos en CONAPRED el pasado 23 de octubre de 2018.
Hace dos años, vine a este mismo lugar, y yo era un manojo de nervios. Trémulas mi manos y mi voz, pero firme la convicción de romper el silencio, de evidenciar que experiencias como la mía suceden. Hoy les comparto una versión sintetizada de mi testimonio, con el ánimo de que puedan mirar la intersexualidad desde otro ángulo: el que me tocó vivir.
Nací en esta Ciudad de México en el año 1981. Tercer hija de tres, las diferencias de mi anatomía sexual se hicieron visibles a los ojos de mi madre a las pocas semanas de haber nacido. Era cualquier cosa, un pedacito de carne, algo que no parecía correcto en los genitales de una niña. En primera instancia, el médico familiar particular intentó tranquilizar a mi madre: no había ningún riesgo de salud. Era un tipo curtido por los años, un médico militar que, sin duda, lo había visto todo, y que tenía, según el recuerdo de mi padre, una perspectiva de la medicina y de la vida en general muy adelantada para su época. Pero si esta opinión hubiera bastado, probablemente la historia que les estaría contando sería diferente. Lo cierto es que mi madre me llevó al Seguro Social, y fui canalizada al Centro Médico La Raza cuando tenía casi seis meses de edad. Los médicos hicieron análisis y valoraron las posibilidades de mi cuerpo. Aunque hicieron estudios de cariotipo y biopsias, e inspeccionaron mi aparato reproductor, mi madre recuerda claramente cómo era mi clítoris el centro de la atención, porque hablaban de la viabilidad de ser criada como niña o como niño. Al final, fueron factores puramente sociales los que inclinaron la balanza no solo hacia el género en el que me habrían de criar, sino también hacia la apariencia que mis genitales y mi cuerpo habrían de tomar.
En el curso de los siguientes catorce años, las eminencias del Centro Médico La Raza se dedicaron a asegurar que mi cuerpo pareciera normal. Permítanme repetir esto: que pareciera ser normal; mis genitales, tal y como eran, eran «defectuosos», «inaceptables», «desagradables». No son mis palabras, no es mi opinión, pero fue la opinión calificada de alguien, la opinión que prevaleció. La pregunta que quiero dejar impresa en ustedes es: ¿desagradables para quién? ¿Para mis padres? ¿Para los médicos? ¿Quién se tomó la atribución de calificar mi cuerpo y decretar que estaba en falta, incidentalmente aprovechándose del hecho de que yo era apenas un bebé, y que ni siquiera tenía capacidad de hablar? Total, que mientras somos indefensos, nos pueden hacer lo que quieran.
Lo primero que sucedió fue que mis gónadas me fueron removidas: había sido diagnosticada con hermafroditismo verdadero. Déjenme recalcar tan enfáticamente como es posible lo que este diagnóstico significaba entonces: significa que en mis gónadas yo contaba simultáneamente con tejidos ovárico y testicular. Absolutamente nada más. Hoy, este diagnóstico es conocido bajo una nueva nomenclatura: trastorno de desarrollo sexual ovotesticular. Ambos nombres son un simple pretexto para categorizar estas gónadas como cancerígenas. Claro que nadie le dice a los padres y a las madres de niños y niñas con esta condición que los (pocos) estudios que se han hecho de esta particular condición intersex no demuestran que el tejido ovotesticular tenga frecuencia de desarrollo cancerígeno mayor que, por ejemplo, en el tejido mamario o en el tejido prostático. Que esta probabilidad depende más de la presencia de un cromosoma Y que del tejido mismo. Que más de la mitad de las personas con este diagnóstico tienen cromosomas XX, y que por lo tanto presentan un riesgo aún menos de desarrollar disgerminomas (células cancerígenas). Pero proceden igual con todos. Saquen ustedes sus propias conclusiones sobre este asunto.
Adicionalmente, en estas intervenciones cortaron y cosieron para hacer más “estética” y “femenina” mi vulva, y hacer invisible ese pedacito de carne que era mi clítoris. Y lo consiguieron: ese clítoris ya no existe más. Condenamos rotundamente las clitorectomías que practican en Egipto, en Somalia. Pero elegimos hacer mutis ante los clítoris que nos parecen demasiado grandes y amenazantes. Y aparte, aquí las llamamos clitoroplastias, porque no somos bárbaros, sólo reconstruimos lo desagradable. No nos engañemos: es mutilación. Y ninguna mutilación es justificable.
Al final, ¿todo esto, para qué? Para que yo estuviera lista para la vida. Así, orondo de sí, anunció el cirujano a mis padres el éxito de la última cirugía en el verano de 1992: «Hana está lista para la vida». ¿Ustedes saben a qué vida se refería? ¿Quizás a una vida en la cual mi cuerpo y mi sexualidad estuvieran disponibles para el placer de un hombre? Porque ya les digo: la vaginoplastia, la clitorectomía, la gonadectomía, y la terapia de remplazo hormonal que he tenido (así, de a fuerzas) que tomar desde los trece años y hasta el día de hoy sigo tomando, no me han proporcionado ninguna ventaja competitiva, ni me arreglaron la vida. Todo lo contrario: me alienaron de mi cuerpo y de mi capacidad de relacionarme conmigo misma y con el mundo, me enseñaron a pensar que mi cuerpo estaba enfermo, me hicieron una persona insegura a la que le tomó años de psicoterapia para poder cobrar conciencia de que yo no estaba mal, de que mi cuerpo nunca estuvo mal, y de que todos los estragos en mi relación con mi familia y mi incapacidad de entablar vínculos afectivos tenían su origen en un modelo de atención médica que ya no tiene cabida en el siglo XXI.
Hoy, en cambio, soy la dueña de mi vida, y decido por mi misma con una seguridad cada día mayor. Hoy no me tiembla la voz por temor al rechazo, sino que la alzo con determinación inquebrantable, con el propósito atraer su atención en la problemática que nos atravesó en los años fundamentales de nuestra vida, y que sigue siendo el drama de muchas niñas y muchos niños para los que sigue sin existir una opción. La discriminación que vivimos las personas intersex puede parecerles ajena: no lo es. Al final, es la misma norma heterosexual que hiere y violenta las vidas de muchas personas solo por su preferencia sexual o su identidad de género. No nos hacen ningún favor los médicos que siguen creyendo que al mutilar nuestros cuerpos nos protegen de esta violencia. No se dan cuenta que, bisturí en mano, la están perpetuando. Afortunadamente, algunos comienzan a mirar las cosas de forma diferente. Y también algunos padres se dan cuenta que no hay prisa. Es gradual el cambio, pero tiene que darse. Incluso en este mundo caótico, fóbico, de crisis económica en crisis económica (y ecológica), tenemos que darnos cuenta que el problema no es la persona: es el medio que hemos creado.
Un comentario en “#IntersexDay 2018: Mi testimonio, a dos años de distancia.”