Un erotismo rebelde y cuatro palabras de poder

Me parece incuestionable que existen varios tipos de erotismo. Existe una tendencia a pensar que hay una manera uniforme de vivir la sensualidad, los afectos y la sexualidad, que proviene del bombardeo mediático y del lenguaje que se maneja en la calle y en la convivencia de los espacios comunes. Pero en todos estos espacios y en algunos medios, se cuelan experiencias y reflexiones que dan testimonio de otras posibilidades, muy variadas. Nunca serán suficientes; estas experiencias y reflexiones son lo más auténtico, lo más real, porque es lo que se vive.  Yo hablo desde esta perspectiva: desde las conversaciones con otras personas —intersex, principalmente, porque son quienes me interesan más; pero no exclusivamente—, desde las lecturas que he hecho, desde las reflexiones interiores e, inevitablemente, desde las sensaciones y experiencias vividas.

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No hablo en nombre de todas las personas intersex, porque no es factible hacerlo (y al final se entenderá mejor el por qué). Hablo en nombre de esta persona intersex. Pero creo, repito, que estas reflexiones pueden reflejar las vivencias, deseos y fantasías de muchas personas intersex, en la medida en que provienen de una experiencia médica que vulnera la privacidad a una edad temprana, pero también del estigma asumido como mantra incontestado durante años en nuestros interiores, que supone nuestros cuerpos como indeseables o no aptos para experimentar el erotismo, y ser reducidos a meros productos (porque a algun*s nos fabrican en el quirófano, contra nuestra voluntad) de consumo del erotismo de otr*s.

La palabra erotismo o, mejor dicho, lo que puede significar, proviene desde un lugar interior muy particular de cada persona, que adquiere connotaciones y significados adicionales según las interpretaciones del contexto social del que provenga, pero que no se reduce ni tiene por qué reducirse a la proyección pasional o amorosa hacia el exterior, sino que tiene que resonar ante todo en la intimidad propia, en los amores donde el centro es un* mism*. Por esto es que pienso que, como persona intersex, los erotismos a construir tienen que basarse en el principio de que, antes que a nadie más, que un* se ame y se procure a sí mism*.

Hay que comenzar por reconocer los sentimientos y los deseos propios. Explorar el cuerpo, sentir y (re)conectarse con la capacidad sensorial, para devolverle a las sensaciones su potencial de brindarnos experiencias de placer y no solo de dolor (o incluso de placer a partir del dolor, porque habrá para quienes sea alternativa, y válida); en resumen, hay que apropiarse del cuerpo que tenemos. Sí, ese cuerpo que puede habernos parecido ajeno por tanto tiempo, quirúrgicamente intervenido a una edad en que conscientemente no sabíamos lo que sucedía —pero, aunque la mente olvide, el cuerpo siempre recuerda—, violado por procedimientos que invadían nuestra intimidad infantil, y normalizado a base de hormonas —vueltas necesarias por las orquidectomías rara vez justificables, médicamente hablando—. Ese cuerpo del que nos desligamos y con el que establecimos una barrera para no volvernos a sentir violentad*s y ultrajad*s, es nuestro cuerpo. Siempre lo fue, y somos libres de vivirlo —el cuerpo— no como ese discurso social y esa violencia médica esperan que lo hagamos, sino como nosotr*s elijamos.

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Para asumir un erotismo que nos permita disfrutar de nuestro cuerpo y de la sensualidad, de lo sentimental y de lo sexual, es indispensable romper los esquemas del mainstream de la sociedad. Y si les incomoda (y claro que les incomoda, por eso nos borran, nos mutilan, nos violentan, desde la infancia más temprana y a veces desde la gestación), tengo para ellos cuatro palabras perfectamente comprensibles en la lengua española, y que tienen que servirnos para reclamar el erotismo propio y empoderarnos: Pueden. Irse. Al. Demonio:

Pueden irse al demonio, con sus mensajes mediáticos y «culturales» que nos dicen de formas contradictorias de vivir el erotismo como un requisito de funcionalidad social vacuo y edulcorado, o de alejarnos de él a través de culpas, como un supuesto triunfo moral.

Pueden irse al demonio, con la expectativa médica de éxito de sus intervenciones, en función de la capacidad que podamos (o no) tener para un coito y someternos a relaciones heterosexuales sin preguntarse (ni preguntarnos) si eso es lo que nos gustaría y es a lo que le tiramos.

Pueden irse al demonio, con los miedos y prejuicios que nos inculcaron —a nosotr*s y a nuestras familias— sobre cómo nuestros cuerpos eran amenazantes para nuestro porvenir, con preocupaciones del tipo: «¿quién l* va a querer de grande con sus genitales así?», o «¿qué van a pensar cuando le cambien el pañal en la guardería?», o «¿y si me sale marimacha y terminan por gustarle las niñas en vez de los niños?»

Pueden irse al demonio, con toda esa insistencia opresiva, represiva, asfixiante, esclavizante, patologizante, sobre cómo deben lucir nuestros cuerpos y cómo debemos experimentar el placer y el dolor, sobre cómo construir nuestras relaciones afectivas y vivir nuestras emociones, sobre cómo jugar nosotr*s con nuestra sexualidad y explorar (y explotar) sus riquísimas formas alternativas.

El erotismo es algo sumamente empoderador. En el caso de una persona intersex puede ser, además, un camino de sanación. Desde mi apreciación, este erotismo invita a replantear las nociones de lo que es socialmente digerible, en tanto nuestras características sexuales congénitas han sido largamente degradas a objeto del morbo y fantasía exclusivas de esa misma sociedad que, en aras de «protegernos» de sí misma —pienso en el argumento del «beneficio psicosocial» tan socorrido por los médicos—, elige modificarnos mediante la alteración no consentida de nuestras características sexuales, o selectivamente deshacerse de nosotr*s durante la gestación, no como una expresión de la libertad de elegir sino como una expresión de la eugenesia, como una bondad para con los padres, «por todos los problemas psicológicos por los que su hij* atravesaría». En otras palabras, propongo que la recuperación del erotismo propio, como personas intersex, no se observe desde la conservadora perspectiva que solo cosifica nuestro cuerpo (como fetiche o como patología), sino desde la perspectiva liberadora de un cuerpo diverso, completamente capaz de experimentar una de las más profundas y ricas dimensiones del ser humano, una que, de hecho, es definitoria de la manera en que nuestra especie construye sociedades e identidades.

El erotismo, personal y no para otr*s, de un* y para un*, nos da el poder para conectar íntimamente con un* mism* y luego también con otr*s; el sentir y experimentar el placer más amplio a través de los sentidos; la sensualidad y la sexualidad a través de los cuerpos tan diversos que caen en la definición de intersex, aprovechando sus características únicas —especialmente las de los cuerpos no intervenidos—, dándole la vuelta a las expectativas limitadas de quienes nos han querido «corregir» a través de nuestras re-significaciones (mental y corporalmente asumidas y re-asumidas), con aproximaciones y prácticas diferentes, distintas, creativas y satisfactorias, íntimas y personales (personalizadas), nos permite experimentar la vida de forma plena y enriquecida, y de paso sacudir, con ese testimonio de vida, la consciencia una sociedad que, ensimismada en su grisácea uniformidad, insiste en catalogarnos como anomalías o como criaturas mitológicas; y, para los oídos atentos y los corazones aliados, brindarles un ejemplo de cómo pueden, si quieren, enriquecer también su mundo y, por extensión, el de tod*s.

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