Romper el silencio

El siguiente texto lo escribí para la capacitación sobre intersexualidad del Consejo Nacional para la Prevención de la Discriminación, y fue publicado inicialmente en el blog de Brújula Intersexual.

micro_audience_smallerHoy me presento ante ustedes para dar testimonio de un aspecto de mi persona, con la intención de ofrecerles una de muchas ventanas a la intersexualidad, y de generar consciencia y sensibilidad sobre la importancia de su trabajo para prevenir y luchar contra la discriminación hacia la comunidad intersex.

Mi nombre es Hana. Nací a principios de los años ochenta. Hace apenas cinco que comencé el viaje al interior de mí misma para reconocer y recuperar los fragmentos perdidos de mi historia, aquellos que se extraviaron en el silencio y la vergüenza. Hoy, por primera vez ante una audiencia, y pese al miedo, rompo el silencio. Otras voces antes de mi hicieron lo mismo, y espero sea el caso de muchos en el futuro.

Soy intersex porque nací con rasgos físicos, genéticos y biológicos que no cumplen con la definición binaria de masculino y femenino que prevalece en nuestra sociedad. Por estos motivos, una junta de eminencias médicas reunidas ex profeso, siguiendo el protocolo médico extendido hasta hoy, recomendó que se me asignara un género de inmediato, que se me practicara una serie de cirugías a lo largo de los años para extirpar los ovotestes con los que nací y moldear mis genitales lo más parecidos posible al género asignado, junto con un seguimiento puntual de mi desarrollo físico, y al llegar a la edad adecuada, estimular una pubertad artificial acorde también al género asignado. Estos procedimientos son irreversibles, y el resultado fue un cuerpo desprovisto de sensibilidad sexual, al que le fabricaron una vagina para cumplir con un estándar social y le asignaron la terapia de remplazo hormonal correspondiente. Nunca se tomó en cuenta mi opinión, ni quién era yo, qué quería, ni las experiencias de vida de las que se me privaría para siempre. Todo esto, pese a que mi cuerpo no estaba enfermo, sólo era diferente. Si alguien hubiera orientado a mis padres en aquel momento de comprensible incertidumbre, y les hubiera hecho saber que las cirugías no eran urgentes médicamente hablando, ni siquiera necesarias, que mi cuerpo no estaba enfermo ni defectuoso, quizá entonces mi opinión habría sido tomada en cuenta.

Considero que el problema de raíz fue que era una bebé, y luego una niña, y luego una adolescente. La mayoría de las veces nosotros los adultos pensamos que los niños son incapaces de tomar decisiones trascendentales como esta, alegando su falta de madurez física y mental. La realidad es que los niños son muy capaces, como menos, de opinar sobre lo que quieren para sí mismos. Somos nosotros, los adultos, los que le negamos esa posibilidad a los niños a causa de nuestros propios prejuicios y miedos, a causa de la sociedad a la que por comodidad preferimos aceptar antes que transformar. Este es el origen mismo de la discriminación que padecemos: se nos arrebata la posibilidad de decidir porque la sociedad percibe una amenaza en nuestros cuerpos y nuestras experiencias de vida distintas al común de las personas, y nuestros padres perciben la amenaza y actúan de forma comprensiva: la discriminación se presenta a veces rampante y violenta, porque como sociedad la permitimos; a veces viene sin intención, de profesionales médicos que de buena fe creen que hacen lo correcto para uno, pero sin uno. Las posturas y declaraciones fanáticas de personas que al referirse a la comunidad intersex como una aberración, una patología o una ideología de género, fallan en percatarse que se refieren a humanos con rostro, con nombre y con sentimientos, que todo cuanto queremos es que se reconozca a las personas intersex de las nuevas generaciones el derecho que todo ser humano tiene a decidir sobre su cuerpo, y a padres de familia de ser plena y objetivamente informados.

Durante años llevé una vida tranquila y callada, en la cual reprimí los recuerdos de esas largas noches de dolor en el Centro Médico La Raza cuando tenía cuatro años y luego a los once, cuando médicos e internos pasaban revista a mis genitales sin que yo pudiera oponerme, porque me habían hecho creer que algo estaba mal con mi cuerpo y que tenía que soportar la vergüenza de esas revisiones. No hay forma de cuantificar el daño que me dejó la asimilación psicológica de estos procedimientos, pero puedo asegurarles que las consecuencias las vivo todos los días, de una manera u otra. Hubo otros que tuvieron experiencias más traumáticas. Tampoco hay forma de desglosar objetivamente el sufrimiento de los seres allegados a uno; por ejemplo, mis padres, que desde el primer momento quisieron darme la mejor oportunidad para tener una vida feliz y productiva, como es el deseo de todos los padres del mundo que aman a sus hijos, y que, sin motivo para suponer el daño que iba a experimentar a raíz de esa decisión, confiaron ciegamente en los médicos.

Al hacer consciencia de lo vivido, hoy me reconstruyo y completo los fragmentos perdidos de mi historia. “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, escribió Gabriel García Márquez en su libro autobiográfico Vivir para contarla. Considero pertinente esta frase porque pone de manifiesto que la vida, como serie de hechos, de causas y consecuencias, carece de significado hasta que, al recordar, reconocemos su marca indeleble en nuestras vidas. Es mi deseo personal que paren los tratamientos innecesarios, que los bebés intersex por nacer sean libres de estos muros que nos impone la sociedad y la práctica médica que arbitrariamente la sustenta, y que si han de padecer el sufrimiento y el dolor, que no sea nunca más porque sus cuerpos son distintos a la norma social, sino por los retos que libremente elijan asumir para sus vidas, y que las narrativas que nos relaten no tengan su origen nunca más en la vergüenza ni en el silencio.

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